Moría sin odio a sus perseguidores, víctima de sus virtudes, ofreciéndose en holocausto a la verdad. Podía defenderse, podía renegarse; no quiso; hubiera sido mentir al Dios que hablaba en él, y nada indica que ningún sentimiento de orgullo llegara a alterar la pureza, la belleza de este sacrificio sublime.
La solemnidad del gran momento de la muerte no da a sus palabras ni tensión ni decaimiento, obedeciendo con amor a la voluntad de los dioses que él ve en todo; su postrer día en nada difiere de los demás, a no ser que es el postrero.
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